20 jun 2008

Antes que nazca el día

Por Sergio Ramirez M.
La Misa Campesina compuesta por Carlos Mejía Godoy, una de las grandes obras de la cultura nicaragüense, llega ya a los veinticinco años, y este aniversario revive en la memoria mucha de nuestra historia reciente. Ernesto Cardenal cuenta en la segunda parte de sus memorias, Vida Perdida, como fue estrenada esta misa en 1975 en la iglesia de la comunidad de Solentiname que él había fundado en el Gran Lago de Nicaragua, una humilde construcción de adobe y tejas a la que concurrían los domingos los campesinos de todas las islas del archipiélago en sus botes de remo.

Aquella, a mitad de los años setenta, fue una época en que no sólo las revoluciones eran posibles como aventuras sociales y espirituales, sino también la síntesis entre cristianos y marxistas, una de las claves perdidas de América Latina. Por eso no resulta extraño que la Misa Campesina se hubiera estrenado en Solentiname, un símbolo de aquella época de esperanzas.

De la teología de la liberación, alentada en 1974 por el Congreso Eucarístico de Medellín, surgió el concepto de "hombre nuevo", que como lo proclama la letra de la Misa Campesina es engendrado por Dios para cumplir la tarea de la liberación; una resurrección que se opera en el compromiso con los pobres, y que sólo las revoluciones triunfantes harían posible. Era una nueva dimensión de humanismo compartido que se probó por primera vez en Nicaragua tras la victoria sandinista de 1979, y que como experimento de laboratorio, ya establecida aquella filosofía en una dimensión política real, desató grandes confrontaciones.

Carlos Mejía Godoy le puso música a ese compromiso, y al escuchar otra vez hoy la Misa Campesina encontramos que la composición ha atravesado sin desmedro la frontera del siglo. Más allá de la circunstancia histórica en que surgió, música y letra se sostienen en toda su belleza, uno de esos raros momentos en que lo vernáculo resplandece en una dimensión universal. Y la partitura original ha aguantado bien la carga de su traducción a un montaje musical más acelerado hacia el rock, como en las grabaciones hechas por Miguel Bosé y Ana Belén, y las de Sergio y Estibaliz, en los años ochenta en España.

La Misa Campesina no era sólo una recreación de aires y sones populares de Nicaragua, recurriendo a la tradición vernácula para enhebrar las distintas fases de la composición, sones de toros, sones de pascua, mazurcas sacadas de la hondura rural, danzas misquitas del Caribe, sino también un colorido inventario verbal nicaragüense, el equivalente del Canto Nacional de Ernesto Cardenal como celebración del paisaje, de la flora, de la fauna, sobre todo de los pájaros cantores, y de la gente que puebla el paisaje, como en los cuadros primitivos de los campesinos de Solentiname, que también se volvieron célebres.

Pero la Misa Campesina va aún más allá, dentro de esta dimensión artística. En el Canto de Entrada —una de sus partes más hermosas— recurre al viejo concepto teológico del Dios hecho hombre en todos los hombres, que se volvía nuevo en los años setenta como en tiempo de los primeros cristianos. Es el Dios que suda en la calle, el Dios humano y sencillo, el Dios de rostro curtido, que trabaja de sol a sol en los más distintos oficios, como lo proclama luego en el Credo: arquitecto, además, e ingeniero de la creación universal, pero también albañil y carpintero, mecánico, y peón y jornalero, los oficios más bajos y pobres, los de la plebe más humilde, el Dios a quien en el Kirie la comunidad le pide que se identifique con los oprimidos sedientos de paz.

Y Cristo, creador de la música y el viento, de la paz y el amor, dentro de la secuencia dramática que la letra va fijando, es sacrificado por órdenes de Pilatos, el puñetero imperialista desalmado, un burlesco símil de eficacia panfletaria, para que después el canto estalle en una celebración pletórica de alegría a la hora de la Comunión, que es un como un fin de fiesta con todas las voces y todos los instrumentos.

La Misa Campesina fue emblemática de una época de esperanzas frustradas, y las confrontaciones que sobrevinieron más tarde hicieron que la jerarquía católica de Nicaragua la exiliara de los templos. Un cuarto de siglo después, la tolerancia debería hacerla regresar, aunque esa prohibición se queda de todas maneras como un asunto doméstico y no le quita nada de su majestad artística, y universal.

Managua, marzo de 2000.

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